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Opinión

Compadre Peyolo

Me gusta el vallenato. Me gusta la fuerza de Valledupar conservando su cultura y su identidad.

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¿Por qué me hablas en silencio? Así, sin más, como una frase suelta salen los sentimientos del compositor vallenato que narra el origen de su canción. Así, espontáneo, sin pretensiones, surgen hermosos paisajes que en versos simples de juglares expresan hermosamente la realidad humana que al final se despoja de las complejidades y se queda en la esencia sobria y mágica.
El 58.º Festival de la Leyenda Vallenata, en homenaje a Omar Geles, se convirtió en mi primera experiencia en Valledupar, que por esos días no duerme, pues habitantes y visitantes están inmersos en el encanto de las tertulias y las parrandas.
La ciudad de las glorietas honra a sus héroes, que en este caso para sus conquistas usan palabras, cantos y acordeones en lugar de armas. Con esculturas de sus ídolos decoran los cruces de las vías. Detenerse en la de Diomedes es imposible por la extensa fanaticada que hace fila bajo el fuerte sol para un retrato o quizás cumplir el sueño de un embarazo. Mi elegida fue Leandro Díaz, quien, sin ojos, vio.
Fueron muchas las escenas memorables que me traje. Me perdí de los cañaguates amarillos, pero no de los mangos.
Escuché a los compositores contar el origen de las canciones que interpretaron. Historias y versiones de historias, a veces ni se sabe, pero son tan hermosas que no importa porque se está en la tierra de la leyenda. Y justamente en el parque de ese nombre al día siguiente estaba el talento de Silvestre Dangond.
Atravesando el olor a ganado me acerqué al pueblo en la feria, público crítico y conocedor, que escuchaba y evaluaba atento en veinte minutos la interpretación de cada grupo de los cuatro ritmos clásicos: paseo, merengue, son y puya. No me tocó la chifla, pero sí el silencio, y también el aplauso y las levantadas de las sillas con brazos arriba y gritos de aprobación.
En una tertulia se pregunta por las anécdotas de Alfonso López, de Consuelo Araújo y de Rafael Escalona. Y en una hamaca en un quiosco de paja leí El Pilón del domingo, hablando del triunfo de la dinastía Zuleta.
Vi a Camilo llamar a Peyolo, su sobrino de tres meses, compadre, mientras que lo llevaba bajo la sombra de árboles inmensos y esquivaba piedras redondas hasta alcanzar un claro en el agua donde con brazos fuertes y dulces a la vez sumergían al niño en el río Guatapurí en un bautizo puramente de alma vallenata.
Comí sancocho de gallina hecho por Felicidad, una afro de nombre hermoso, que con muchos años que posee el arte del fuego y explica que no es de mal genio, que se confunden, que nació así, simplemente es su forma de hablar. Su carácter.
Me gusta el vallenato. Me gusta la fuerza de Valledupar conservando su cultura y su identidad en una época en la que lo extranjero aparece a veces más cercano que lo colombiano, en esa ciudad de casas y con poca altura, diseñada, según dicen, por un urbanista cubano que estaba en Barranquilla. Esa ciudad que no es de paso, que sabe que es destino, y por eso quien la visita es celebrado con cariño.
El folclor tiene el riesgo de perder su autenticidad y ser manipulado, de perder dinamismos que lo mantengan. El vallenato tiene inmerso un conocimiento sobre las tradiciones. Se trata de una forma de memoria colectiva que crea cohesión social. Valledupar es una ciudad unida por versos simples de juglares que, acompañada de instrumentos, se vuelven una melodía que es inevitable celebrar. Quizás por eso se escucha con atención, o se extiende el brazo simulando declamar o se aprieta el corazón.
El folclor es identidad, individual y regional, es la “autobiografía inconsciente de la gente”, según un anónimo. Es por eso por lo que darles importancia a estas expresiones y protegerlas sin ligerezas no es un tema menor.
MATHA ORTIZ
X: @MOrtizEDITOR

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