No hay literatura si no hay humor, y vuelvo a esa sospecha cada vez que leo al poeta Darío Jaramillo Agudelo. “Poeta” es su título nobiliario, ganado a pulso, de tanto escribir versos con vocación de plegarias mundanas: “Que el azar me lleve hasta tu orilla, / ola o viento, que tome tu rumbo, / que hasta ti llegue y te venza mi ternura”, por ejemplo. Sin embargo, en los formularios, en las casillas que preguntan el oficio, debe escribir “escritor”, porque también es un gran narrador, un gran reseñista, un gran ensayista. Yo no entiendo por qué no estamos hablando todos de su Indagación sobre fantasmas, Dios, semejante recorrido por la historia de lo invisible, pero lo mejor de Jaramillo, en tiempos en los que tantos se decretan su propia fama, es que no tiene ínfulas ni afanes ni ganas de darse su propia importancia: a él le basta haberlo escrito.
Sus mañanas de escritura son mañanas llenas de gracia. Sus obras son juegos. Sus libros son bromas llenas de compasión por los vaivenes del alma. Sus novelas, de Cartas cruzadas a La voz interior, documentan lo fácil que es extraviarse dentro de uno mismo, y más en este país. Sus poemarios, de Historias a Conversaciones con Dios, conmueven dos veces porque son risueños, pero también son declaraciones de amor, de vulnerabilidad. Sus ensayos sobre el oficio, sus antologías de textos ajenos y sus relatos paródicos siempre parecen nuevos porque siempre están recordándonos que tanto leer como escribir son pasatiempos que redimen. Por supuesto, ha recibido mil y un reconocimientos en este medio siglo de publicaciones, pero su gloria sigue siendo vivir su vida como quiere vivirla.
Por qué me ha dado hoy por escribir sobre él, sobre su obra plagada de fantasmas y su figura curada de espantos, si yo sé que está bien de salud y pronto va a sacar otra novela. Quizás porque me perdí el homenaje apenas justo que se le hizo –rodeado de amigos diarios: el editor Manuel Borrás, el poeta Luis García, el historiador Jorge Orlando Melo, la poeta Catalina González, la poeta María Gómez, el editor Mario Jursich, el escritor Darío Rodríguez y la investigadora Ángela Pérez- en la Feria del Libro de Bogotá. Quizás porque no le he dado las gracias por todo lo que ha hecho por mí: mi mamá, que estudió con él Derecho, otra ficción, me mandó a su oficina de hace treinta años a preguntarle qué hace uno con la vocación a la escritura, y él lo que hizo fue contar conmigo y leer mis cuentos como si bastara haberlos hecho.
Se veía muy serio ese día, pero es que así es el humor. Parecía concentrado en la tarea de crearle a esta sociedad la oportunidad de la cultura, desde la subgerencia del Banco de la República, lejos de los caprichos de los políticos, pero también tenía EL TIEMPO sobre el escritorio: tal vez sea ese talento suyo para devolverle la dignidad a lo humano sin decirse mentiras sobre la violencia de la especie, tal vez sea su vocación a servirle a este mundo lleno de extraviados sin andar por ahí reclamando créditos ni aplausos –cierta cordura que brilla cada vez más, como una fuerza noble, en estos días paranoicos llenos de gritos y Narcisos– lo que me ha empujado a hacer este retrato. No es fácil dar con un escritor que ha sabido esperar a sus muchos lectores. Tiene que ser una persona a salvo en su propia vida.
Quién sabe por qué no había hecho antes esta columna: de pronto pensaba que escribir sobre uno de nuestros principales artistas era redundante, obvio, como decirle a un maestro que lo es. Pero hoy amanecí pensando en cómo se empobrece todo en días de campañas políticas. Y pedí al Dios que corresponda que no seamos huérfanos cegados por las redes, sino lectores que se ríen y se duelen con los textos de Darío.
RICARDO SILVA ROMERO